Era un martes por la tarde cuando mi sobrina de ocho años me enseñó, con toda la seriedad del mundo, el dibujo que había hecho de su vestido "perfecto". Había dibujado mariposas violetas, su nombre en letras doradas y pequeñas estrellas que, según me explicó, "brillaban de verdad cuando bailaba". Le pregunté si creía que alguien podría hacer ese vestido exactamente como lo había imaginado. Me miró con esa mezcla de paciencia e incredulidad que solo los niños saben desplegar y respondió: "Tía, ¿no sabes que ya se puede imprimir cualquier cosa?" Y ahí estaba yo, la supuesta experta en moda infantil, siendo educada por una generación que ha crecido creyendo que la personalización total no es un lujo, sino una expectativa básica.